sábado, 12 de noviembre de 2016

LOS CONSERVADORES SON LOS CULPABLES DE LOS POPULISMOS

Hace ocho años el presidente Obama en su discurso de aceptación de su candidatura prometió que todos los americanos tendrían salud; que las minorías serían respetadas; que reduciría el déficit; que iba a cuidar de los veteranos; que iba a reducir los impuestos; que iba a iniciar un vasto plan de infraestructuras; que iba a impedir que la clase trabajadora americana perdiera poder adquisitivo; que iba a cerrar Guantánamo; que iba a llevar la democracia al mundo árabe; que iba a impedir la deslocalización de las empresas; que no habría más soldados en una guerra en el exterior; que iba a acabar con Al Qaeda; que cuidaría a las minorías y que cuidaría el medio ambiente. Ni uno solo de estos grandes objetivos políticos se han cumplido, es más en la mayoría de los casos la situación ha empeorado.

Siendo ésta una realidad ¿Por qué tachamos a Trump de populista, si sus objetivos no distan tanto de los mismos que prometía Obama hace ocho años? Le tildamos de populista por sus formas, por sus exabruptos, por su origen social, pero en el fondo Obama fue un gran populista que no cumplió ninguna de sus promesas. Por eso Trump y Obama han sintonizado tan pronto, ya han encontrado que tienen mucho en común. “Hay que prometer mucho para mantener la esperanza de la gente, que aunque no lo creamos, tiene una paciencia infinita”.


Pero vayamos a otros populistas que han alcanzado el poder. Filipinas con Rodrigo Dutarte, Hungría con Viktor Orban; Polonia con Andrzej Duda, Reino Unido con el nombramiento de Theresa May tras el Brexit, la máxima expresión de las consecuencias del populismo transversal; Vladimir Putin; Dilma Roussef, Hugo Chávez; y mencionemos también a otros movimientos populistas que han alcanzado altas cotas de presencia política: Marie Le Pen en Francia, El movimiento cinco estrellas en Italia, Podemos en España, neonazis y xenófobos en casi todos los países europeos. Todos ellos, aunque mantienen grandes diferencias, coinciden en la crítica al sistema político que les vio nacer y abogan por una revolución de los principios y los modos de hacer política. Son euroescépticos, xenófobos, anticapitalistas o anticomunistas, libertarios o nacionalistas; pero aunque su mensaje es vacuo, resulta muy atractivo para grandes capas de población que comparten una gran desafección por el sistema político y económico.

Cualquier discurso que conduzca al poder es válido, y cualquier acción que se tome desde el poder queda manipulada por un tsunami de información publicada que llega a venerar en algunos casos a algunos de estos movimientos por su atractivo mediático. Todos han llegado o pretenden llegar al poder destruyendo todo lo construido con un espíritu creacionista, nada de valor les pre-existía. Todos coinciden en unas formas abruptas, y en determinados casos exasperante, es su manera de entender la política. A pesar de todas las grandes diferencias que existen dentro de este conglomerado, existen tres categorías a los que todos de una manera u otra pueden acogerse: fascistas, comunistas o nacionalistas, una situación no muy diferente del mundo de los años treinta.

Pero ¿A quién debemos atribuir la causa de todos estos movimientos que crecen sin que los partidos tradicionales sepan cómo atajar su presencia en la sociedad, y que en cada nueva elección se manifiestan con más vehemencia y mejores resultados electorales?

Lamentablemente los principales culpables son los partidos liberal conservadores, republicanos en Estados Unidos, demócrata cristianos en Italia y Alemania, gaullistas en Francia; conservadores en Reino Unido; Yeltsin en Rusia y en general los partidos conservadores europeos.

Todos estos partidos con sus crecientes políticas socialdemócratas han abandonado los principios, los valores, los objetivos y los medios que motivaron que fueran la piedra angular del nacimiento de la democracia liberal en Occidente hasta 1929. Hasta tal punto ha sido así, que el turnismo entre socialdemócratas y conservadores en Europa se ha llevado en los últimos setenta años con total normalidad. Los conservadores y liberales se han alejado tanto de la realidad confiados en que el sistema que habían creado, el estado de bienestar, les protegía de cualquier veleidad populista, que han perdido los sentimientos y sobre todo la perspectiva de lo que está aconteciendo en los hogares, en las empresas y en las comunidades.

El ejemplo más claro de esta realidad es el Vaticano. Frente a un Papa que mantuvo unos principios sólidos, sin renunciar a los fundamentos, cercano a los problemas de la gente, le sobrevino un conservador moderno, muy intelectual, muy reflexivo pero en las antípodas de la realidad en la que se desenvolvía la Iglesia. Sin duda el mejor Papa de la historia reciente fracasó porque no supo entender el legado de Juan Pablo II. Cuando un conservador no hace bien su trabajo, y no se mantiene fiel a sus principios y valores, el osciloscopio se va justo al otro lado y surge el populista Francisco, cercano al pueblo, capaz de contentar a todo el mundo, capaz de adaptar los principios como si fuera Groucho Marx a la realidad con tal de mantener una presencia social.

Las expectativas que genera el populismo son el caldo que provocará su extinción, pero el precio puede llegar a ser enorme, porque una vez instalado en el poder, no se resiste a abandonarlo de una manera tan sencilla y de ahí que los populismos deriven en el autoritarismo, indefectiblemente. Pero no quiero adelantarme en el tiempo.

Las sociedades no son homogéneas, ni mucho menos, y por ello no debemos esperar consensos muy generalizados ya que siempre existirán intereses confrontados, especialmente entre los más poderosos y los grupos más desfavorecidos. Gobernar para privilegiar a unos u otros siempre ha conducido al fracaso. Los multimillonarios y las grandes empresas nos tienen ni principios ni valores, sólo rige en ellos la ambición de crecer y generar más beneficio, y abundan  en todos los ámbitos políticos ya que se pueden permitir frivolidades que están negadas a la gran mayoría de la población, alimentando a cualquiera que sirva a sus intereses.

Durante décadas los valores de la democracia liberal lo eran de la burguesía, de las clases medias, de los artistas y pequeños empresarios, de los tenderos. La socialización de la propiedad de las grandes compañías permite ahora que los grandes propietarios de las microempresas sean clases medias por lo que el fenómeno marxista de la concentración de la propiedad ya ha quedado superado aunque se siga hablando de banqueros y explotadores, ahora denominados en España el Ibex 35. La clase media trabajadora y empresaria constituye el eje vertebrador de las sociedades modernas y la mayor garantía de estabilidad. Su defensa y crecimiento debería ser el fundamentos de las políticas liberal y conservadoras. Sin embargo a medida que las sucesivas crisis económicas han fortalecido a las grandes corporaciones, la clase media ha ido perdiendo peso en la sociedad. Los gobiernos liberales en lugar de fortalecerlas, lo que hicieron fue admitir su degeneración y compensarles en su nuevo estatus con subsidios y transferencias efectivas de rentas. Ésta ha sido la tragedia que nos ha llevado al populismo y a la que nos han conducido las erróneas políticas liberal conservadoras en Occidente. Pero el ataque no ha sido sólo económico, lo ha sido también a los valores que representa: el esfuerzo personal, la superación de las clases sociales, la familia, la libertad personal.

La socialdemocracia europea nunca ha tenido interés en revertir este fenómeno ya que sus fundamentos son totalmente contrarios, yo diría que enemigos de los valores sobre los que se asientan las clases medias. El ataque continuo a la libertad de educación, la penalización fiscal, el desprecio de la familia y la consagración del principio de igualdad como el sacrosanto objetivo al que una democracia debe aspirar, han sido durante las últimas décadas los principios inspiradores de la socialdemocracia. Sin embargo los conservadores en un término muy amplio, incluyendo a liberales, lejos de combatir estos principios, se han adherido a los mismos con gran ahínco, deshaciendo los cimientos sobre los que se basa la democracia liberal.

Los gobiernos conservadores desde Reagan abandonaron los fundamentos económicos liberales y se enfrascaron en un incremento del gasto, en lugar de reducirlo, y en el aumento de la deuda. El crecimiento de los últimos años es un espejismo alimentado por el consumo voraz de los recursos que esperamos alcanzar en las próximas décadas. Es decir nos estamos comiendo el dinero con el que tendremos que pagar la sanidad, las pensiones y la educación del futuro. En definitiva han sido los conservadores traidores los que nos han llevado a una situación política que tiene un precedente inmediato en los años veinte. El único logro importante de estos años ha sido la liberalización del comercio, pero con el hándicap de que ninguna sociedad estaba preparada para asumir sus costes, y sólo han sido las grandes corporaciones las beneficiadas realmente de los fenómenos de deslocalización.

Todo esta locura llamada estado de bienestar ha creado una sociedad que se ha hecho dependiente del estado; unas masas narcotizadas por la subvención y por los medios de comunicación que cumplen a la perfección el ejercicio de adormecimiento intelectual. Hemos estado alimentado un monstruo capaz de devorarnos. En definitiva con este germen tan bien abonado, solo faltaba la llegada de los populistas para regar la planta de la discordia, señalar causas simplistas de los problemas y basta con discursos fáciles que una gran masa de la población pueda entender y digerir para resultar exitoso.

La selección de causas exógenas a nuestros problemas: los mexicanos, los judíos, los afroamericanos, los sicilianos es el primer paso; la simplificación del problema es el siguiente: se llevan nuestras fábricas a China; los judíos manejan los bancos que no prestan dinero; los negros nos roban, los mexicanos violan a nuestras mujeres, los terratenientes no ceden sus casas vacías o sus fincas. Después viene la búsqueda de soluciones sencillas que acaben con las raíces: la emigración, el apartheid, la deportación, la persecución, los aranceles, la subida de impuestos a los ricos, el reparto de la tierra y de las vivienda. Finalmente solo falta la justificación moral para que la puesta en práctica de estas medidas con toda su virulencia no nos cree un conflicto moral. Y cuando ya hemos perdido todo sentido de moralidad, el autoritarismo habrá llegado para instalarse sin remedio.

El populismo encanta a las masas por su lenguaje directo y claro, como si los dirigentes de un país tuvieran que adoptar lenguajes altisonantes y maleducados para hacerse entender por la mayoría de los votantes. Mienten con una gran frivolidad pero consiguen hacer creer su mensaje. “ Vamos a incrementar los gastos, aumentar los sueldos, reducir los impuestos y rebajar la deuda” esta frase se repite una y otra vez como si fuera una pócima mágica hasta que todo el mundo la da por buena, como si fuera posible soplar y absorber a la vez. En el caso de los nacionalismo, otra forma perversa del populismo, todas estas razones y argumentos en basan en la raza, en la lengua que conducen a la discriminación. Seamos independientes y se acabarán los problemas, y la gente que arde en deseos de algo que sea ilusionante y diferente acude en masa, sin percatarse de que están cayendo en una trampa de la que ya no se sale.

Pues todos estos fenómenos han sido culpa de los gobiernos del estado de bienestar que han perdido el norte enfrascados en la batalla para mantenerse en el gobierno, en una carrera del día a día. No se trata de llegar a algún sitio definido y deseado, solo se trata de andar, aunque vayamos hacia un desastre, para mantenernos con aliento.

La única manera de revertir este fenómeno, si es que estamos todavía a tiempo, es volver a los principios que nunca debieron abandonarse. Un gobierno que preserve a las clases medias y sus valores; que les incentive fiscalmente ya que son el motor de la economía, con la mayor libertad para decidir sobre sus vidas, proporcionándoles seguridad frente a los que pretenden subvertir estos valores. Las personas no deben esperar de su gobierno nada que no esté a su alcance y con esto evitaremos crear expectativas que algún día serán incumplidas.

No es un proceso indoloro, pero mucho menos que el comunismo o el fascismo; quizás haya que dejar que la sociedades sufran como en los años treinta el azote de los gobiernos totalitarios para que entiendan que ese camino nos lleva a la destrucción. Pero quiero creer que las sociedades occidentales están dispuestas a sacrificios que son urgentes e imperativos para evitar un desastre mayor. No deben asustarnos las amenazas de los intolerantes, de los que aspiran a vivir una vida a costa de otros, porque en una sociedad de mérito y de competencia, todo el mundo entenderá cuál es el camino para el éxito personal.

No debemos pensar que estos principios son insolidarios o injustos, muy al contrario, son necesarios y moralmente amparados por la defensa de la libertad, el bien más preciado.

El gobierno no puede suplir a las personas y a las familias en sus vidas y decisiones, por muy buena o muy mala que sea su situación; deberá actuar con eficacia para controlar los oligopolios y con solidaridad para con los necesitados, primando sobre todo la igualdad de oportunidades, la única en la que creo. Volvamos a los principios, reduzcamos el gobierno a su mínima expresión, apostemos por la defensa de las fronteras, de los valores occidentales, de la seguridad de las naciones; proporcionemos justicia, respeto a la ley y autoridad para imponerla, y no tengamos miedo de que las personas sean más independientes, más autosuficientes; no nos enfrasquemos en ser todos iguales en bienes sino solo en derechos individuales. Estoy convencido que los gobiernos que actúen con inteligencia en una nueva revolución liberal-conservadora, verán cómo se solventan gran parte de los problemas actuales y se devuelve a todo el mundo una ilusión que parece perdida, especialmente por los jóvenes que ni siquiera pueden aspirar ya a la protección del gobierno ya que sus arcas ya están vacías pagando a funcionarios y proveyendo servicios a toda la población sin darse cuenta que están minando las fuentes de financiación de los mismos y ahogando el futuro a la siguiente generación. El estado de bienestar está condenado a desaparecer y sólo hay dos alternativas, preservar lo esencial con un regreso a los principios de la democracia liberal, o echarnos en manos del autoritarismo igualitario. Lamentablemente ya no quedan más opciones.






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